PROGRESO Y DESARROLLO
Hoy escribe..
Fernando Grosso, Director Ejecutivo del CEDELI
Progresar
es una legítima aspiración de todo individuo y me atrevería a decir que, más un
simple deseo personal, es un imperativo que tiene que ver con nuestra misma
razón de existencia.
Cuando
hablamos de seres vivos, debemos asumir una ley biológica elemental: lo que no
progresa, indefectiblemente se muere. Es la misma raíz de la idea de evolución.
Hablando
de seres humanos, esto mismo puede extenderse a toda construcción social,
puesto que los vínculos responden a la misma lógica: progresar o morir. Por lo
que en modo alguno el deseo de progreso puede interpretarse como un brote
extremo de egoísmo: la base misma de la convivencia se asienta en ello.
Mensaje
para melancólicos samaritanos: las personas están hechas para progresar y
predispuestas para ayudarse mutuamente a hacerlo. Esa es nuestra naturaleza
primordial, todo lo otro son desvíos.
Pero
no puede tener pretensiones de ayudar al progreso de otro, quien no se ocupa
del progreso de sí mismo. Aún desde un espíritu totalmente altruista, resulta
una condición fundamental para nuestra entrega: no se puede ayudar realmente a
nadie, si no nos elevamos para hacerlo y tenderle la mano.
Pero,
hecha esta necesaria digresión (al menos en nuestros considerandos), es
indispensable volver a la idea central de lo que significa el progreso.
El
progreso no es un simple crecimiento (cualquiera que sea el ámbito de nuestras
vidas en el que lo llevemos), más bien representa una idea mucho más completa:
el de un genuino desarrollo.
Si
interpretáramos el progreso como una simple idea de crecimiento, casi como que
sería difícil eludir la tentación de sumirlo todo a un aspecto cuantitativo.
Progresar,
sería simplemente tener más de algo, alcanzar un nivel superior en una escala,
estar más arriba. Y muchas veces, cuando nos restringimos a medir éstas cosas,
nos olvidamos del valor de las mismas, los aspectos esencialmente cualitativos.
El
progreso se convierte en desarrollo, cuando el crecimiento es ante todo
sostenible, es decir que puede mantenerse en el tiempo.
El
progreso se convierte en desarrollo, cuando el crecimiento conserva un
componente solidario: nos importa por nosotros mismos, pero también por lo que
puede significar para otro.
El
progreso se convierte en desarrollo, cuando el crecimiento se condice con
nuestras más íntimas convicciones, nuestros principios y valores éticos, cuando
el alcanzarlo no ha implicado renuncios ni cínicas genuflexiones.
El
progreso se convierte en desarrollo, cuando el crecimiento es concebido como el
abono de un sentido de trascendencia que se convierta en legado para nuestras
próximas generaciones.
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