Ética y Moral
Hoy escribe... Fernando Grosso, Director Ejecutivo del CEDELI
En
repetidas ocasiones hemos dicho que no es posible vivir sin creencias. Una
buena parte de nuestros modelos mentales están alimentados por una serie de
convicciones que no son pasibles de demostración y que responden a aquello que
simplemente aceptamos en razón de aquello que llamaríamos “nuestro buen
juicio”.
Probablemente,
la parte más importante de nuestras creencias es aquella que tiene que ver con
aquello que consideramos el proceder correcto o incorrecto, lo que “está bien”
y lo que “está mal” en relación a nuestras acciones y conductas.
Sin
lugar a dudas, muchas de esas las hemos adquirido a partir de la transmisión de
nuestros mayores, la enseñanza formal que hemos recibido, las costumbres que
asimilamos de nuestros grupos de referencia, tal vez la contención de algún
credo religioso.
Otras
tal vez hayan surgido de nuestra propia reflexión acerca del mundo que nos
rodea a partir de decodificar situaciones partiendo de los filtros de esas
enseñanzas previas recibidas (algo así como “creencias surgidas a partir de las
propias creencias”).
Cuando
ese conjunto de creencias adquiere un consenso mucho más amplio que el de
nuestro grupo primario, se extiende a un agregado social mucho más amplio,
formando cultura, pasa a ser lo que denominamos “moral”.
La
moral de un cuerpo social es un indispensable código de convivencia en el seno
de una comunidad y su observancia (o cuánto menos tolerante aceptación) es un
componente necesario para ella: aquel individuo que no puede al menos ubicarse
en este umbral de aceptación, sencillamente se convierte en un marginal (no
necesariamente en un marginado, pero camino a serlo).
La
moral es una construcción social, que bajo distintos mecanismos que no vienen
al caso desmenuzar en este espacio, se va componiendo a partir de un fino
tramado de consensos y en una sociedad jurídicamente ordenada, encuentra su
reflejo dispositivo en muchas de sus leyes.
Para
una persona que vive en sociedad, ser observante del imperio moral vigente es
una salvaguarda para poder desplegar el potencial de su vida comunitaria.
Pero
también es cierto que la moral nos enfrenta muchas veces a trampas que
encarcelan nuestro espíritu y nos lleva a limitar nuestra posibilidad de
crecimiento y proyección personal: está claro que la propia idea de moral es un
impulso a la uniformidad y la contradicción que aquí nos aparece, es la
aceptación de la diversidad como virtud deseable para el individuo.
Está
claro que es muy fácil “enredarse intelectualmente” en estos laberintos y mucho
más aún, y casi como una ineludible consecuencia de ello, caer en un
relativismo moral que nos lleva a un punto sin salida: ¿Qué es lo que realmente
es bueno o malo?
Antes
de tratar de pensar en este interrogante, o más bien como recurso indispensable
para resolver nuestras contradicciones, es oportuno entonces introducir el otro
concepto del que pensábamos valernos: la ética
Muchos
pensadores consideran a ambos términos (ética y moral) casi como sinónimos,
pero deliberadamente eludiremos esta postura pues temo que nos pondría en un
verdadero atolladero.
Otros,
a los que decididamente seguiremos en esta ocasión, hacen una diferencia entre
ambos: ética y moral son dos conceptos complementarios que se refieren a lo
mismo (las creencias en torno a lo bueno y lo malo), pero mientras el segundo
de ellos, como ya habíamos definido, es una construcción social que surge a
partir de un consenso multigeneracional, el plano de la ética está
profundamente arraigado a la convicciones propias de cada individuo y
generalmente surgen a partir de un estado intelectual y espiritual propio de su
madurez emocional y evolución.
Todos
nacemos “amorales” (aunque muy poco después de nuestro alumbramiento ya
comenzamos a recibir las primeras influencias en ese aspecto, pero hay una base
esencial ética que traemos desde nuestra misma gestación, que hace a nuestra
esencia como especie y decididamente es universal.
Ética
y Moral, deben indispensablemente complementarse en un todo armónico, decíamos
anteriormente, pues en definitiva estamos caracterizando dos grandes partes de
una misma personalidad (nuestro ser individual y nuestro ser social), pero
buscar dicha armonía, no implica desconocer que muchas veces van a entrar en
tensión y deberemos decidir en torno a ello.
Es
difícil establecer reglas de conducta cuando la moral social y la ética
individual entran en colisión (y esto se produce con frecuencia en épocas de
grandes cambios) y en esta búsqueda se nos presentan distintos caminos a
seguir.
Para
el hombre de convicciones religiosas, el camino de su particular fe es
mecanismo de respuesta por naturaleza, puesto que más allá de sus componentes
mitológicos, todo dogma religioso encierra ante todo un código moral: las
contradicciones así desaparecen en apariencia con bastante simpleza: los textos
sagrados o, en términos absolutamente prácticos, aquel a quien concedemos la
potestad de su interpretación nos darán la respuesta absoluta.
Sabemos
los problemas que esto genera: desde los más clásicos ejemplos manifiestos de
“doble moral” expuestos en todas las épocas por todas las religiones, hasta la
también clásica y extendida intolerancia que todo dogma religioso promueve
respecto de quienes tienen otras creencias (más allá de los infructuosos
esfuerzos de muchos que a lo largo de la historia han promovido un genuino
ecumenismo).
Distintas
corrientes filosóficas de corte humanista (y en esencia no religiosas) han
intentado respuestas alternativas, que tienen por punto de coincidencia el
intento de comprensión profunda de la verdadera naturaleza humana, con sus
fortalezas y debilidades, y apelar aun sentido conservacionista de la especie
que se apoya en la razón.
Probablemente
tampoco ninguna de estas corrientes haya podido hasta el presente encontrar
alguna respuesta absoluta, pero creo que bien valen sus esfuerzos.
En lo
personal, no siendo una persona de convicciones religiosas, está claro que mis
dilemas he tratado siempre de resolverlos desde estas últimas posturas.
Immanuel
Kant, extraordinario filosofo del S XIX, lo definía de una manera muy simple a
partir de lo que denominaba uno de sus imperativos categóricos: “actúa de
manera tal que quisieras que tu conducta se convirtiera en un comportamiento
universal”… Parece lo suficientemente contundente al hablar de una ética
práctica y cotidiana.
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